Hay días en los que uno no debería escribir,
días en que uno no puede parar de escribir;
escribir para expresar,
para sacar lo preso que hay en uno,
para gritar, para llorar, para amar, para sentir, para conectar.
Días donde parece que uno se rompe, que se derrumba
y en vez de ponerse a recoger los pedazos
o echarlos debajo de la alfombra,
uno se queda miràndolos sin saber qué decir,
sin saber si esos pedazos son de él
o son de algún otro que antes estuvo por ahí.
Días donde todo te dice que te quedes en casa,
que no busces nada, que no emprendas ningún camino,
que no pretendas llegar a ningún lugar,
pues, a ninguno llegarás,
al menos, no en esos días.
Días donde no deberías pensar,
días donde no deberías soñar,
días que no deberían contar;
días en los que todo nos lleva a meternos en una cueva,
o mejor, en un pozo,
con la cabeza entre los brazos,
y sin mirar la cuerda que tiran para salir.
Días que sabes que pasarán,
y también que volverán;
días que no te dejarán en paz
hasta que les hagas un hueco en tu calendario
y les dejes respirar
sin taconear para que se vayan de una vez.
Días de los que sólo aprenderás
cuando hayan pasado
y entonces, comprendas la magia que portaban
y el tremendo regalo que traían.
Días donde no deberías escribir,
días donde no debería escribir,
y no paras de escribir.
Días como hoy, por ejemplo.